Arrastro mi soledad, por esta tierra
desvalida y seca, olvidada de risas y llantos humanos, postergada al silencio susurrante
del viento y la arena. Siento que mis pasos sobre el asfalto abrasan en mi
interior con ese sonido hipnótico, que me otorga la indivisible voluntad de
proseguir mi continuo avance, sin destino certero. Intento recordar en mi vida
algo más allá de esta tierra inerme e inhóspita. Rebusco en mi mente rendijas
de visiones etéreas de mi vida anterior a la noche en que tuve mi primera comunicación
con El Sentir, y no logro encontrar conexión conmigo. Soy como un peregrino
hacia……nada.
Después de unas dos horas de lento y
monótono avance por este asfalto inacabable, detengo mi paso al divisar un
conjunto de casas junto a una pendiente más alejada de la carretera, formando
un pequeño poblado. Al acercarme, observo, desde mi posición elevada sobre una
loma, varias calles entrecruzadas de casas encaladas, con porche de madera a la
entrada y amplio patio trasero donde, en una de ellas, veo un famélico corcel.
Me adentro en el poblado esperando
encontrarme con alguna persona, cosa que no ocurre, por cada calle de espesa
arena amarillenta por la que ando, mirando de un lado a otro. Percibo algún
movimiento tras alguna ventana y oigo cerrarse algunas puertas a mi paso.
Llego hasta un espacio abierto donde
confluyen la mayor parte de las calles de blanqueadas casa adosadas. Me detengo
en el centro de la plaza, junto a un pozo. Saco un cubo de agua del mismo, cojo
de uno de mis bolsillos mi analizador de pureza y lo introduzco en el
recipiente, comprobando, al colorearse el indicador en verde, que es agua
potable para el consumo. Lleno mis dos cantimploras, y el agua sobrante del
cubo la bebo a pequeños tragos.
Nadie aparece, aunque siento de
manera creciente que estoy siendo observado.
-
Po zí yas llenao los cacharros con
agua, puedes seguir con tu jarana por ahí, alejao prontito dezta aldea. –A mi
espalda, tras el pozo, ha salido la primera voz humana que oigo, aunque no veo
a nadie al volverme. Es una voz joven, de niño.
-
¿Quién ha hablado? – pregunto al
aire.
-
Mejó zerá que no zepah quien zoy.
Ahora mizmo te apuntan direztamente a tu mollera con la ezcopeta del fuerte
ruido. Azí que vete pirando rapidito.
-
Me marcho ya de aquí. No debéis temer
nada de mí. –Hablo, dirigiéndome hacia la parte trasera del pozo desde donde
proviene la voz de niño. Debe estar oculto y agachado.
-
Claro que no tememoz, zomoz fuertez y
valientez. Ya eztaz tardando en zalir pitando. ¡Gameover para ti, ya!. ¡Gameover!.
–Su tono iba subiendo en volumen e intensidad hasta llegar a gritar sus últimas
palabras.
-
Tranquilo, chico. Me marcho ya.
-
No zoy ningún chico, baztardo.
Una carreta, tirada por el jamelgo
famélico que vi antes, viene hacia mí. El sol lo tengo de cara y no distingo al
conductor, sólo un bulto. Cuando se detiene al lado del pozo donde me
encuentro, desde detrás de éste sale un niño de no más de doce años y se sube a
la carreta. Distingo al que lleva las riendas, comprobando que es otro niño aún
de menor edad. El mayor, de pie sobre la parte trasera de la carreta, me hace
con su mano derecha un gesto transversal con su dedo índice sobre su cuello, mientras
con la izquierda sostiene en alto una espada de esgrima.
-
Baztardo, tienez zinco minutitoz
dezde ya, para zalir de nueztra aldea
blanqueada. ¡Gameover! ¡Gameover para ti! – El niño, con el rostro
enrojecido al proferir sus últimas palabras, y la mirada ardiente fijada en mis
ojos, emitió un silbido largo y monótono, después del cual el otro niño hizo
que el escuálido animal tirara de nuevo de la carreta alejándose del lugar.
Mientras veo cómo se marcha volviendo
a hacerme el gesto de cortar el cuello con su mano, levanto mi mano izquierda y
la muevo a modo de despedida hacia él diciéndole – Gracias por el agua.
-
No te quedan maz vidaz, baztardo. No
pierdaz tiempito.
La elocuencia de sus palabras finales suena en mi cabeza como un resorte estridente que hace que comience a correr por la primera calle que encuentro, lo más alejada y
contraria posible a la dirección que tomó la carreta con los dos niños. Veo al
final de la hilera de casas, a lo lejos, el espacio abierto de las afueras de
la aldea que llevan a la carretera por donde llegué.
Oigo a mis espaldas un griterío, como
de patio de colegio, de voces de niños unido a golpes de metal y madera.
Aumento la velocidad de mi carrera al máximo de mis posibilidades, mientras el
griterío resuena en mis oídos con mayor fuerza y cercanía.
En mi carrera desenfrenada miro un
instante hacia atrás y los veo acercarse de manera acelerada, unos niños con
las cabezas afeitadas y pintadas de diferentes colores, entre rojo, verde y
azul, levantando la arena amarillenta a cada paso, golpeando con palos y barras
metálicas las casas por donde pasan veloces y excitados. Son unos cuarenta
niños, harapientos, medio desnudos, desnutridos. Ninguno sobrepasará la edad
del chico del pozo, que intuyo que será el jefe del grupo. Van recortando la
distancia conmigo de manera acusada y sus gritos resuenan con más intensidad.
Siento la furia de sus rostros sobre mi espalda. Creo que me alcanzarán antes
de los cien metros que faltan para salir del poblado. Mi resistencia está al
límite, no encuentro aire para respirar y mis piernas me duelen enormemente.
Noto mi final muy cercano, cuando veo la carretera por la que llegué al pasar
en mi alocada carrera por la penúltima casa de la calle.
Los niños me tiran palos y barras de metal, dándome
una de ellas en la espalda y un palo impacta en mi cabeza. Siento algunos dedos que rozan mi espalda intentando agarrarme,
cuando me lanzo hacia adelante, como un corredor al llegar a la cinta de meta,
rodando por la arena y llegando hasta el centro de la carretera, abrazando las
líneas discontinuas como un salvavidas en un océano.
Los niños se detienen en seco,
algunos jadeando y apretando los puños. Algunos más rezagados, de menor edad,
al llegar junto al resto intentan seguir corriendo hacia mí pero son detenidos
por los demás.
Desde mi posición, en el centro de la
carretera, tumbado boca abajo e intentando hallar aire para mis pulmones, noto
resbalar por mi mejilla un líquido, que al tocarlo con mis dedos compruebo que
es mi propia sangre, producto del golpe que me dieron en la carrera. Les miro y
siento dentro de mí el odio latente, lo siento de manera punzante, como la
herida en mi cabeza, siento la violencia que despiden sus miradas. Una
violencia que comienza a latir en mi sangre al ritmo alocado de mi corazón
acelerado, una violencia pegajosa que se adhiere a mi alma como una alimaña.
Llega el niño algo mayor que los
demás, subido en la parte trasera de la carreta, conducida por el otro niño, y
se para detrás del grupo de niños rabiosos y jadeantes, con los ojos
desencajados ebrios de maldad. El jefe. Desde mi posición distingo mejor su
aspecto, pelo cortado al cero, ojos enrojecidos, frente prominente, y un gesto
desafiante y provocador en su forma de moverse.
-
Baztardo, te haz librado porque yo,
el Rey, no he jugado la partida. –Me grita, señalándome con la espada de
esgrima.
Intento ponerme en pie, lograndolo
con gran esfuerzo, y encarando al salvaje grupo. Los miro en silencio,
intentando encontrar alguna infantil cara amable sin lograrlo, sólo expresiones
de odio y violencia. Algunos de los niños andan por la tierra amarilla que
bordea la carretera, nerviosos y mirando la pista asfaltada y a mí.
Entiendo que es un juego sádico y que
la carretera ha sido mi salvación. En sus reglas, por alguna razón, no pueden
pisar el asfalto. Veo que alguno niños se van retirando haciéndome gestos
obscenos y agresivos. Uno de los que bordea la carretera, me lanza una sonrisa
ladina dando una patada a la arena haciendo que llegue parte del polvo
amarillento a cubrir un trozo de ella. Seguidamente se unen varios niños con las
cabezas pintadas de azul que comienzan a arrojar tierra sobre el asfalto de
forma rápida en dirección a donde me encuentro.
Me doy cuenta de la idea que le ha
llegado a su cabeza pintada de azul y me lanzo a correr por el centro de la
carretera sin mirar atrás, sin parar, con el ardiente sol a mis espaldas,
siguiendo las líneas discontinuas, corriendo, corriendo por una carretera
infinita que me cobije de la violencia.
* Masmoc Utopía.
Enigmático personaje en no menos extraño lugar y circunstancias. Esto promete.
ResponderEliminar