miércoles, 3 de enero de 2018

CARRETERA INFINITA III

                      
Arrastro mi soledad, por esta tierra desvalida y seca, olvidada de risas y llantos humanos, postergada al silencio susurrante del viento y la arena. Siento que mis pasos sobre el asfalto abrasan en mi interior con ese sonido hipnótico, que me otorga la indivisible voluntad de proseguir mi continuo avance, sin destino certero. Intento recordar en mi vida algo más allá de esta tierra inerme e inhóspita. Rebusco en mi mente rendijas de visiones etéreas de mi vida anterior a la noche en que tuve mi primera comunicación con El Sentir, y no logro encontrar conexión conmigo. Soy como un peregrino hacia……nada.

Después de unas dos horas de lento y monótono avance por este asfalto inacabable, detengo mi paso al divisar un conjunto de casas junto a una pendiente más alejada de la carretera, formando un pequeño poblado. Al acercarme, observo, desde mi posición elevada sobre una loma, varias calles entrecruzadas de casas encaladas, con porche de madera a la entrada y amplio patio trasero donde, en una de ellas, veo un famélico corcel.
Me adentro en el poblado esperando encontrarme con alguna persona, cosa que no ocurre, por cada calle de espesa arena amarillenta por la que ando, mirando de un lado a otro. Percibo algún movimiento tras alguna ventana y oigo cerrarse algunas puertas a mi paso.
Llego hasta un espacio abierto donde confluyen la mayor parte de las calles de blanqueadas casa adosadas. Me detengo en el centro de la plaza, junto a un pozo. Saco un cubo de agua del mismo, cojo de uno de mis bolsillos mi analizador de pureza y lo introduzco en el recipiente, comprobando, al colorearse el indicador en verde, que es agua potable para el consumo. Lleno mis dos cantimploras, y el agua sobrante del cubo la bebo a pequeños tragos.

Nadie aparece, aunque siento de manera creciente que estoy siendo observado.
-         Po zí yas llenao los cacharros con agua, puedes seguir con tu jarana por ahí, alejao prontito dezta aldea. –A mi espalda, tras el pozo, ha salido la primera voz humana que oigo, aunque no veo a nadie al volverme. Es una voz joven, de niño.
-         ¿Quién ha hablado? – pregunto al aire.
-         Mejó zerá que no zepah quien zoy. Ahora mizmo te apuntan direztamente a tu mollera con la ezcopeta del fuerte ruido. Azí que vete pirando rapidito.
-         Me marcho ya de aquí. No debéis temer nada de mí. –Hablo, dirigiéndome hacia la parte trasera del pozo desde donde proviene la voz de niño. Debe estar oculto y agachado.
-         Claro que no tememoz, zomoz fuertez y valientez. Ya eztaz tardando en zalir pitando. ¡Gameover para ti, ya!. ¡Gameover!. –Su tono iba subiendo en volumen e intensidad hasta llegar a gritar sus últimas palabras.
-         Tranquilo, chico. Me marcho ya.
-         No zoy ningún chico, baztardo.

Una carreta, tirada por el jamelgo famélico que vi antes, viene hacia mí. El sol lo tengo de cara y no distingo al conductor, sólo un bulto. Cuando se detiene al lado del pozo donde me encuentro, desde detrás de éste sale un niño de no más de doce años y se sube a la carreta. Distingo al que lleva las riendas, comprobando que es otro niño aún de menor edad. El mayor, de pie sobre la parte trasera de la carreta, me hace con su mano derecha un gesto transversal con su dedo índice sobre su cuello, mientras con la izquierda sostiene en alto una espada de esgrima.

-         Baztardo, tienez zinco minutitoz dezde ya, para zalir de nueztra aldea  blanqueada. ¡Gameover! ¡Gameover para ti! – El niño, con el rostro enrojecido al proferir sus últimas palabras, y la mirada ardiente fijada en mis ojos, emitió un silbido largo y monótono, después del cual el otro niño hizo que el escuálido animal tirara de nuevo de la carreta alejándose del lugar.

Mientras veo cómo se marcha volviendo a hacerme el gesto de cortar el cuello con su mano, levanto mi mano izquierda y la muevo a modo de despedida hacia él diciéndole – Gracias por el agua.
-         No te quedan maz vidaz, baztardo. No pierdaz tiempito.

La elocuencia de sus palabras finales suena en mi cabeza como un resorte estridente que hace que comience a correr por la primera calle que encuentro, lo más alejada y contraria posible a la dirección que tomó la carreta con los dos niños. Veo al final de la hilera de casas, a lo lejos, el espacio abierto de las afueras de la aldea que llevan a la carretera por donde llegué.
Oigo a mis espaldas un griterío, como de patio de colegio, de voces de niños unido a golpes de metal y madera. Aumento la velocidad de mi carrera al máximo de mis posibilidades, mientras el griterío resuena en mis oídos con mayor fuerza y cercanía.
En mi carrera desenfrenada miro un instante hacia atrás y los veo acercarse de manera acelerada, unos niños con las cabezas afeitadas y pintadas de diferentes colores, entre rojo, verde y azul, levantando la arena amarillenta a cada paso, golpeando con palos y barras metálicas las casas por donde pasan veloces y excitados. Son unos cuarenta niños, harapientos, medio desnudos, desnutridos. Ninguno sobrepasará la edad del chico del pozo, que intuyo que será el jefe del grupo. Van recortando la distancia conmigo de manera acusada y sus gritos resuenan con más intensidad. Siento la furia de sus rostros sobre mi espalda. Creo que me alcanzarán antes de los cien metros que faltan para salir del poblado. Mi resistencia está al límite, no encuentro aire para respirar y mis piernas me duelen enormemente. Noto mi final muy cercano, cuando veo la carretera por la que llegué al pasar en mi alocada carrera por la penúltima casa de la calle.
Los niños me tiran palos y barras de metal, dándome una de ellas en la espalda y un palo impacta en mi cabeza. Siento algunos dedos que rozan mi espalda intentando agarrarme, cuando me lanzo hacia adelante, como un corredor al llegar a la cinta de meta, rodando por la arena y llegando hasta el centro de la carretera, abrazando las líneas discontinuas como un salvavidas en un océano.
Los niños se detienen en seco, algunos jadeando y apretando los puños. Algunos más rezagados, de menor edad, al llegar junto al resto intentan seguir corriendo hacia mí pero son detenidos por los demás.

Desde mi posición, en el centro de la carretera, tumbado boca abajo e intentando hallar aire para mis pulmones, noto resbalar por mi mejilla un líquido, que al tocarlo con mis dedos compruebo que es mi propia sangre, producto del golpe que me dieron en la carrera. Les miro y siento dentro de mí el odio latente, lo siento de manera punzante, como la herida en mi cabeza, siento la violencia que despiden sus miradas. Una violencia que comienza a latir en mi sangre al ritmo alocado de mi corazón acelerado, una violencia pegajosa que se adhiere a mi alma como una alimaña.

Llega el niño algo mayor que los demás, subido en la parte trasera de la carreta, conducida por el otro niño, y se para detrás del grupo de niños rabiosos y jadeantes, con los ojos desencajados ebrios de maldad. El jefe. Desde mi posición distingo mejor su aspecto, pelo cortado al cero, ojos enrojecidos, frente prominente, y un gesto desafiante y provocador en su forma de moverse.

-         Baztardo, te haz librado porque yo, el Rey, no he jugado la partida. –Me grita, señalándome con la espada de esgrima.

Intento ponerme en pie, lograndolo con gran esfuerzo, y encarando al salvaje grupo. Los miro en silencio, intentando encontrar alguna infantil cara amable sin lograrlo, sólo expresiones de odio y violencia. Algunos de los niños andan por la tierra amarilla que bordea la carretera, nerviosos y mirando la pista asfaltada y a mí.

Entiendo que es un juego sádico y que la carretera ha sido mi salvación. En sus reglas, por alguna razón, no pueden pisar el asfalto. Veo que alguno niños se van retirando haciéndome gestos obscenos y agresivos. Uno de los que bordea la carretera, me lanza una sonrisa ladina dando una patada a la arena haciendo que llegue parte del polvo amarillento a cubrir un trozo de ella. Seguidamente se unen varios niños con las cabezas pintadas de azul que comienzan a arrojar tierra sobre el asfalto de forma rápida en dirección a donde me encuentro.

Me doy cuenta de la idea que le ha llegado a su cabeza pintada de azul y me lanzo a correr por el centro de la carretera sin mirar atrás, sin parar, con el ardiente sol a mis espaldas, siguiendo las líneas discontinuas, corriendo, corriendo por una carretera infinita que me cobije de la violencia.


* Masmoc Utopía.