domingo, 8 de abril de 2018

CARRETERA INFINITA IV




Exhausto, bañado en sudor y empapado de mi propio miedo, caigo de bruces sobre el asfalto amigo, buscando oxígeno con mi boca para llenar mis vacíos pulmones. Echado boca abajo, brotan lágrimas de mis ojos; mientras mantengo la cabeza oculta bajo mis manos siento los espasmos incontrolados de mi cuerpo ante el vendaval de sollozo rabioso y salvaje que me desborda. Lloro con desesperación y amargura, dominado por imágenes en mi mente de odio, violencia y horror, imágenes engendradas por criaturas infantiles que jamás habría concebido, si no las hubiese sentido por mí mismo. Así permanezco, salpicado por el terror, hasta perder el sentido y quedarme dormido con el decadente sol abrasándome un poco más y el perpetuo abrazo del miedo.
Al recuperar el conocimiento noto la garganta seca y mi lengua pesada como una piedra. Bebo de la cantimplora, a pequeños sorbos para saciar mi sed, nada más incorporarme en pie. El sol está muy bajo, a punto de desaparecer en el horizonte. Comienzo a andar pausadamente, siguiendo las líneas discontinuas del firme alquitranado. Repaso las imágenes de los rostros infantiles, desfigurados por la ira, que todavía acosan mi espíritu. Intento encontrar un sentido a ese río ebrio de odio y maldad que ha estado cerca de inundarme ¿Sería un juego para ellos?
A ambos lados de mi carretera, porque la siento como si de un ángel de la guarda salvador se tratara, un paisaje de árboles con escasa savia y ausente de hojas, escolta mi pausado avance en contra de un viento, algo apaciguado al bajar una depresión del terreno. Me detengo junto a uno de los árboles, y con mi cuchillo saco raíces comestibles de la tierra seca, que mastico para adormilar mi hambre mientras sigo andando.
Diviso una cabaña con un intermitente luminoso de bar encendido. Me dirijo hacia allí deseando encontrar algo de contacto humano agradable, aunque me acerco sigiloso y con recelo por lo que pueda hallar. Abro la puerta lentamente agarrando con mi mano el cuchillo, por si tengo que desenfundarlo. Oigo ruido de vasos y algunas risas entremezcladas con una música totalmente desconocida y de extraña comprensión para mí. El lugar está bastante oscuro; distingo varias figuras en la semi penumbra con varios focos de luz que apuntan desde el techo proyectados sobre una barra de bar, algo más baja de lo habitual.

-         Zawinul Karmal. Qué bueno que viniste. –Un hombre delgado, con barba de tres días, camisa floreada y una expresión cómica guiñándome un ojo, desde detrás de la barra, levanta los dos brazos hasta casi tocar la bola giratoria de cristalitos plateados que cuelga del techo, mirándome como esperando una abrazo mío o algo parecido. –Zawinul, no te quedes ahí pasmado, ven y tómate algo que tienes mala cara.

Avanzo tres pasos y ya estoy en la barra frente al sujeto que me ha puesto nombre, y además le debo ser muy familiar. Coge tres botellas de licores coloreados, echa un poco de cada una en una coctelera, añade hielo picado, dos cucharadas de leche condensada y una copa de vino de tintilla. Agita la coctelera sonriendo como un personaje risueño de algún comic, sin dejar de mirarme; se detiene, da un giro completo sobre sí con la coctelera alzada sobre su cabeza y la introduce en un microondas diciendo –sólo un minutito –. La recoge de nuevo, vierte su contenido en un gran vaso de cristal azul y añade cubitos de hielo diciendo –sólo cinco cubitos – y me ofrece el vaso sosteniéndolo con sus dos manos. Tomo un pequeño trago sin dejar de mirar su rostro de perenne sonrisa tonta. Está exquisito. Intento sonreírle, sin percibir yo mismo si lo he logrado; estoy muy cansado aunque la bebida me reconforta sobremanera.
-         Ese es mi Karmal. Ahora ya tienes otra cara. Ya me contarás más tarde donde te has metido todo este tiempo, –me dice colocando las botellas usadas para crear mi combinado en una estantería sobre la pared, a su espalda, de azulejos rojizos y azulados –ahora sigo atendiendo a mi clientela, que no es muy numerosa últimamente.

La puerta del local se abre, me giro y veo a contraluz dos figuras, una mucho más baja. Tenso mis músculos y agarro el puño de mi cuchillo con mi mano derecha mientras con la izquierda sostengo el gran vaso de cristal azul. Si la figura pequeña es uno de los niños salvajes estaré preparado para su ataque. Me relajo, es un enano con cara sonriente junto a una mujer de mediana estatura y de curvas pronunciadas, marcadas por el mono negro ajustado que lleva puesto. Los dos se sitúan junto a mí en la barra, el enano se sienta en un taburete y la mujer está de pie dándome la espalda. Hay dos mujeres sentadas en una mesa junto a un hombre en animada conversación, por sus gestos y risas. Al notar la presencia de la mujer que acaba de entrar, las dos mujeres guardan silencio, juntan las palmas de sus manos a modo de rezo e inclinan la cabeza hacia ella. La mujer que está a mi lado hace un movimiento de su mano en el aire hacia ellas, discretamente, y éstas continúan la animada conversación con su acompañante. Sobre la extraña música punzante suena una sirena que me hace estar aún más vigilante y expectante.

-         La hora de chupar. El Joyero agradece la presencia de esta exquisita concurrencia y les obsequia con el chupachups energizante. ¡A chupar vida!
Todos los presentes se acercan a la barra y reciben de él una bolita de caramelo sostenido por un palito de plástico. Recojo el mío de la caja que me ofrece el Joyero, al mismo tiempo que el enano coge el suyo y me mira diciéndome –Te va a dar vida, amigo mío. –Asiento con la cabeza.
-         El que quiera puede conectarse ahora con “Mano de Santo”, –dice El Joyero bajando la intensidad de la luz y haciendo que la bola de cristalitos del techo proyecte sobre paredes y techo luces rojas, verdes y amarillas – sólo durante media hora. Más tiempo sería demasiado, y demasiado nos desbordaría de tiempo vacío.
-         En los tiempos anteriores a la caída, El Joyero tenía una joyería de lujo, un lujazo de tienda, aquí mismo. Pero esos eran otros tiempos. –Me dice el hombre pequeño mientras se coloca una pulsera en su brazo izquierdo y agarra con su mano derecha un brazo de la mujer que me da la espalda. Ella se vuelve hacia mí, me coloca una pulsera idéntica en mi muñeca izquierda con rapidez y me agarra del otro brazo. Instintivamente me agarro también al pequeñito, formando los tres una unión enlazada.

El sonido de la música ha bajado su intensidad rítmica y el volumen lo oigo más bajo, aunque me sigue pareciendo muy extraña. Casi todos los que están en el antro se están enlazando. El Joyero cierra la puerta, poniendo una tranca inmensa, bloqueándola y diciendo sonriente –Avisará la sirena para no caer en tiempo vacío. ¡Avanti!
La mujer que agarra mi brazo con fuerza, sin dejar de agarrarme, se sienta en la barra del antro y grita con cierta melodía –Mano de Santo, tócame.
En el mismo instante de finalizar su llamada, siento que caigo en un pozo, pierdo la visión del Joyero, al que estaba mirando, y me encuentro en una playa con dos niños a mi lado, tumbados en la arena. Me incorporo algo mareado, y el niño ¡es el enano! y la niña ¡es la mujer que le acompañaba!
-         ¿Qué es esto? – les pregunto nerviosamente.
-         Es mi “Tiempo Pasado”, una rendija de mi existencia que ahora comparto contigo. Disfrútala. –Me dice la niña que hace un minuto era la mujer que me puso la pulsera.
-         Aprovecha este regalo, Zawinul. –Grita el pequeño niño corriendo hacia una mar crepitante de espuma y olas bravías. –El Tiempo de Nicks ha sido más intenso que los Tiempos nuestros, y aquí estamos.
La chica salta de la arena y corre para después zambullirse en el mar y jugar con el otro chico en el agua. Permanezco absorto viendo la imagen, mirando a todos lados, esperando que algo me sacuda y despierte del sueño. Pero no ocurre, sigo viendo como chapotean y juegan en la orilla. Miro mis manos, el resto de mi cuerpo, sorprendido al saber que soy también un niño. Me quedo sentado en la arena viéndoles, contemplando la imagen de su alegría que me embriaga profundamente.

El rugiente sonido de una sirena me saca de la serenidad emocional de mi visión. Los dos chicos salen apresurados del agua, llegan hasta mí y nos enlazamos con nuestras manos y brazos, conectándonos. Nicks me mira sonriente diciéndome –Inspira.
Inspiro; el aroma de mar salado y arena mojada penetra en mí al tiempo que los ojos de Nicks hacen lo mismo, penetrando en mi interior y desplazándome por un túnel espiral ascendente, que no sé adónde me llevará.
Una cosa sí es cierta, sé que siento mucho menos miedo dentro de mí.


        Masmoc Utopía



miércoles, 3 de enero de 2018

CARRETERA INFINITA III

                      
Arrastro mi soledad, por esta tierra desvalida y seca, olvidada de risas y llantos humanos, postergada al silencio susurrante del viento y la arena. Siento que mis pasos sobre el asfalto abrasan en mi interior con ese sonido hipnótico, que me otorga la indivisible voluntad de proseguir mi continuo avance, sin destino certero. Intento recordar en mi vida algo más allá de esta tierra inerme e inhóspita. Rebusco en mi mente rendijas de visiones etéreas de mi vida anterior a la noche en que tuve mi primera comunicación con El Sentir, y no logro encontrar conexión conmigo. Soy como un peregrino hacia……nada.

Después de unas dos horas de lento y monótono avance por este asfalto inacabable, detengo mi paso al divisar un conjunto de casas junto a una pendiente más alejada de la carretera, formando un pequeño poblado. Al acercarme, observo, desde mi posición elevada sobre una loma, varias calles entrecruzadas de casas encaladas, con porche de madera a la entrada y amplio patio trasero donde, en una de ellas, veo un famélico corcel.
Me adentro en el poblado esperando encontrarme con alguna persona, cosa que no ocurre, por cada calle de espesa arena amarillenta por la que ando, mirando de un lado a otro. Percibo algún movimiento tras alguna ventana y oigo cerrarse algunas puertas a mi paso.
Llego hasta un espacio abierto donde confluyen la mayor parte de las calles de blanqueadas casa adosadas. Me detengo en el centro de la plaza, junto a un pozo. Saco un cubo de agua del mismo, cojo de uno de mis bolsillos mi analizador de pureza y lo introduzco en el recipiente, comprobando, al colorearse el indicador en verde, que es agua potable para el consumo. Lleno mis dos cantimploras, y el agua sobrante del cubo la bebo a pequeños tragos.

Nadie aparece, aunque siento de manera creciente que estoy siendo observado.
-         Po zí yas llenao los cacharros con agua, puedes seguir con tu jarana por ahí, alejao prontito dezta aldea. –A mi espalda, tras el pozo, ha salido la primera voz humana que oigo, aunque no veo a nadie al volverme. Es una voz joven, de niño.
-         ¿Quién ha hablado? – pregunto al aire.
-         Mejó zerá que no zepah quien zoy. Ahora mizmo te apuntan direztamente a tu mollera con la ezcopeta del fuerte ruido. Azí que vete pirando rapidito.
-         Me marcho ya de aquí. No debéis temer nada de mí. –Hablo, dirigiéndome hacia la parte trasera del pozo desde donde proviene la voz de niño. Debe estar oculto y agachado.
-         Claro que no tememoz, zomoz fuertez y valientez. Ya eztaz tardando en zalir pitando. ¡Gameover para ti, ya!. ¡Gameover!. –Su tono iba subiendo en volumen e intensidad hasta llegar a gritar sus últimas palabras.
-         Tranquilo, chico. Me marcho ya.
-         No zoy ningún chico, baztardo.

Una carreta, tirada por el jamelgo famélico que vi antes, viene hacia mí. El sol lo tengo de cara y no distingo al conductor, sólo un bulto. Cuando se detiene al lado del pozo donde me encuentro, desde detrás de éste sale un niño de no más de doce años y se sube a la carreta. Distingo al que lleva las riendas, comprobando que es otro niño aún de menor edad. El mayor, de pie sobre la parte trasera de la carreta, me hace con su mano derecha un gesto transversal con su dedo índice sobre su cuello, mientras con la izquierda sostiene en alto una espada de esgrima.

-         Baztardo, tienez zinco minutitoz dezde ya, para zalir de nueztra aldea  blanqueada. ¡Gameover! ¡Gameover para ti! – El niño, con el rostro enrojecido al proferir sus últimas palabras, y la mirada ardiente fijada en mis ojos, emitió un silbido largo y monótono, después del cual el otro niño hizo que el escuálido animal tirara de nuevo de la carreta alejándose del lugar.

Mientras veo cómo se marcha volviendo a hacerme el gesto de cortar el cuello con su mano, levanto mi mano izquierda y la muevo a modo de despedida hacia él diciéndole – Gracias por el agua.
-         No te quedan maz vidaz, baztardo. No pierdaz tiempito.

La elocuencia de sus palabras finales suena en mi cabeza como un resorte estridente que hace que comience a correr por la primera calle que encuentro, lo más alejada y contraria posible a la dirección que tomó la carreta con los dos niños. Veo al final de la hilera de casas, a lo lejos, el espacio abierto de las afueras de la aldea que llevan a la carretera por donde llegué.
Oigo a mis espaldas un griterío, como de patio de colegio, de voces de niños unido a golpes de metal y madera. Aumento la velocidad de mi carrera al máximo de mis posibilidades, mientras el griterío resuena en mis oídos con mayor fuerza y cercanía.
En mi carrera desenfrenada miro un instante hacia atrás y los veo acercarse de manera acelerada, unos niños con las cabezas afeitadas y pintadas de diferentes colores, entre rojo, verde y azul, levantando la arena amarillenta a cada paso, golpeando con palos y barras metálicas las casas por donde pasan veloces y excitados. Son unos cuarenta niños, harapientos, medio desnudos, desnutridos. Ninguno sobrepasará la edad del chico del pozo, que intuyo que será el jefe del grupo. Van recortando la distancia conmigo de manera acusada y sus gritos resuenan con más intensidad. Siento la furia de sus rostros sobre mi espalda. Creo que me alcanzarán antes de los cien metros que faltan para salir del poblado. Mi resistencia está al límite, no encuentro aire para respirar y mis piernas me duelen enormemente. Noto mi final muy cercano, cuando veo la carretera por la que llegué al pasar en mi alocada carrera por la penúltima casa de la calle.
Los niños me tiran palos y barras de metal, dándome una de ellas en la espalda y un palo impacta en mi cabeza. Siento algunos dedos que rozan mi espalda intentando agarrarme, cuando me lanzo hacia adelante, como un corredor al llegar a la cinta de meta, rodando por la arena y llegando hasta el centro de la carretera, abrazando las líneas discontinuas como un salvavidas en un océano.
Los niños se detienen en seco, algunos jadeando y apretando los puños. Algunos más rezagados, de menor edad, al llegar junto al resto intentan seguir corriendo hacia mí pero son detenidos por los demás.

Desde mi posición, en el centro de la carretera, tumbado boca abajo e intentando hallar aire para mis pulmones, noto resbalar por mi mejilla un líquido, que al tocarlo con mis dedos compruebo que es mi propia sangre, producto del golpe que me dieron en la carrera. Les miro y siento dentro de mí el odio latente, lo siento de manera punzante, como la herida en mi cabeza, siento la violencia que despiden sus miradas. Una violencia que comienza a latir en mi sangre al ritmo alocado de mi corazón acelerado, una violencia pegajosa que se adhiere a mi alma como una alimaña.

Llega el niño algo mayor que los demás, subido en la parte trasera de la carreta, conducida por el otro niño, y se para detrás del grupo de niños rabiosos y jadeantes, con los ojos desencajados ebrios de maldad. El jefe. Desde mi posición distingo mejor su aspecto, pelo cortado al cero, ojos enrojecidos, frente prominente, y un gesto desafiante y provocador en su forma de moverse.

-         Baztardo, te haz librado porque yo, el Rey, no he jugado la partida. –Me grita, señalándome con la espada de esgrima.

Intento ponerme en pie, lograndolo con gran esfuerzo, y encarando al salvaje grupo. Los miro en silencio, intentando encontrar alguna infantil cara amable sin lograrlo, sólo expresiones de odio y violencia. Algunos de los niños andan por la tierra amarilla que bordea la carretera, nerviosos y mirando la pista asfaltada y a mí.

Entiendo que es un juego sádico y que la carretera ha sido mi salvación. En sus reglas, por alguna razón, no pueden pisar el asfalto. Veo que alguno niños se van retirando haciéndome gestos obscenos y agresivos. Uno de los que bordea la carretera, me lanza una sonrisa ladina dando una patada a la arena haciendo que llegue parte del polvo amarillento a cubrir un trozo de ella. Seguidamente se unen varios niños con las cabezas pintadas de azul que comienzan a arrojar tierra sobre el asfalto de forma rápida en dirección a donde me encuentro.

Me doy cuenta de la idea que le ha llegado a su cabeza pintada de azul y me lanzo a correr por el centro de la carretera sin mirar atrás, sin parar, con el ardiente sol a mis espaldas, siguiendo las líneas discontinuas, corriendo, corriendo por una carretera infinita que me cobije de la violencia.


* Masmoc Utopía.