sábado, 23 de octubre de 2010

Surcando los mares

Aún se me eriza la piel cuando recuerdo aquel día. Pudo empezar de cualquier forma, incluso no se bien como llegamos, solo tengo imágenes desde el instante en el que abordábamos la embarcación desde un pequeño pantalán.
El patrón, mi padre, nos situó para que el viaje fuese lo mas agradable posible, y no sufriéramos ningún percance grave con el vaivén de las olas.
Luisa, mi vecina, nos acompañaba aquel día, y su retrato aún se mantiene en la retina de mis ojos, con un cabello negro y liso que mesaba una brisa marinera. Una imagen perdura en mí, inerte justo delante de nosotros se transformó en el mascarón de proa más bello que ningún navío tuvo nunca.
Unos nervios rebosantes de ilusión me hacían moverme más de lo apropiado y sufría diversos tipos de advertencia por parte de mis padres.
Recorrimos sitios fabulosos, puertos que yo imaginaba llenos de piratas, creía ver ciudades llenas de encanto y monumentos increíbles que jamás volvería a visitar, pasamos por puentes que sobre nosotros albergaban seres que parecían apuntarnos con sus armas.
Todo aquel viaje fue capitaneado por un padre que demostraba marinería en cada viraje, mientras yo desde la popa, donde me habían situado, gritaba a los cuatro vientos:
¡A estribor gira a estribor grumete que nos atacan!
Como todo momento que nos toca vivir, este también llega a su fin, y envuelto en la magia del viaje no me doy cuenta hasta que ya ha terminado.
Ya voy por el camino de tierra que linda el muelle, y un último recuerdo me quiero llevar de aquel día. Me vuelvo mientras aprieto con fuerza sobre mi pecho un sobre de papel donde todo un ejercito de soldaditos de plástico se apretujan unos contra otros, soldaditos que poco antes de mi viaje me había comprado mi padre, y veo unas barquitas que se despiden de mi junto a ese lugar tan maravilloso que Aníbal González fraguara para el disfrute de un niño como yo.

Tartessus Baobab

martes, 19 de octubre de 2010

PARTIDITO



Me tomo el pan con mantequilla y el vaso de leche, con ganas de terminar ya la merienda. Me separan unos minutos para salir a la calle y encontrarme con los amigos para jugar al fútbol. Las clases de la tarde, hoy han sido especialmente pesadas en el colegio Santas Justa y Rufina. La pelota parece mirarme desde un rincón de la cocina, como diciéndome que ha llegado el momento de salir pitando a la calle. Entonces, me levanto de la silla, dejo el vaso vacío en el fregadero y, caminando hacia la sonriente pelota, le digo a mi madre que salgo fuera un rato antes de hacer los deberes. A esta hora de la tarde incluso en la segunda cadena de la tele emiten programas, y eso juega a mi favor, por lo que solamente oigo el sonido del telefunken como despedida.
Mis amigos me ven llegar con la pelota bajo el brazo y algunos saltan y corren hacia mí. Lorencito camina detrás de ellos dando palmas y repitiendo a voz en grito “partidito, partidito…”. Les pregunto que quién echa pie conmigo para elegir equipos, a lo que Félix responde “pie entero, quepa o no quepa, las medias pa las mujeres” y se sitúa frente a mí, sonriente. Comenzamos a elegir jugadores. Mi amigo, y compañero de clase, Beja ha podido venir con su amigo Carlete. Mis amigos de la calle no saben lo bien que retiene el balón y los malabarismos que hace; lo elijo sin dificultad diciéndole “Beja, ya sabes, a hacer paredes igual que en el recreo del cole”.
En la carretera hemos colocado las dos piedras a modo de postes de portería de fútbol, midiendo antes la distancia similar en pasos. Hoy tenemos tres coches aparcados al lado de los adoquines, a los que también habrá que driblar, al igual que a los árboles de las dos aceras. Seguimos la regla no escrita por las que si viene un coche o una moto se para el juego, reanudándose cuando pase; si personas mayores entran en nuestro terreno de juego detenemos de igual modo el partido hasta que salgan de la zona. Comentamos que debemos tener cuidado con que la pelota no caiga en el balcón de la casa de en frente porque no volveríamos a verla. Monti avisa del peligro de que la pelota entre en el patio donde la Sara descansa tras las rejas, estirada en el suelo con sus cuatro patas, su hocico negro y su pelaje canela y azabache. Da miedo.
Comienza el partidito. Lorencito, cuando juega, es un fijo en mi equipo para la portería. Beja y yo hacemos varias jugadas con paredes cortas que desorientan al equipo contrario. Nos distanciamos en el marcador, ya vamos 5 a 2 a favor. Monti es muy veloz en carrera y aprovecha dos buenos pases para anotar dos goles más. Lo malo es que en el último de ellos se pegó un trancazo con un árbol y, al sangrar por la nariz, tuvo que retirarse, quedándonos con un jugador menos.
Joaqui, que es más listo que el hambre, aprovecha la situación. Se coloca en la defensa y cada vez que un ataque nuestro sale fuera de gol, Rogelio, el portero de su equipo,  le pasa rápidamente el balón y Joaqui lanza un puntapié a Leo, que espera pacientemente para quedarse solo ante Lorencito y este poco puede hacer para evitar varios goles. Claro que aquí no existe la regla del Fuera de juego.
Ahora, en mi calle, no existe otro mundo más que la pelota, los amigos, driblar, defender, correr, atacar y luchar por ganar el partidito. Para mí, no hay nada más allá del sentido de equipo junto con el esfuerzo con los demás, la armonía y el desarrollo del juego.
Tras un largo rato de juego, la distancia del resultado se ha reducido hasta el 7 a 6 a nuestro favor. Algunas madres ya se han asomado a la puerta para avisarnos de que ha llegado la hora de recogerse. En ese momento Juani pega un potente chupinazo que se colaba en nuestra portería, cuando me tiro al suelo y despejo el balón con la mano, no sin antes patinar por el asfalto con mis rodillas. “Penalti, Penalti,…” grita Javier, cerca de la jugada, mientras observo el color rojizo que comienza a cubrir mis piernas. No hay duda, es penalti.
Acordamos que la última jugada será el lanzamiento del penalti. Tendrán una posibilidad de empatar o ganaremos nosotros el partidito. Algunos de mi equipo comentan que debería ponerse otro portero más fiable para la jugada decisiva pero la mayoría no aceptamos eso. Beja me pregunta cómo estoy después de ver que la sangre llega ya a mis zapatos gorila. Le digo que estoy bien, que Monti está más chungo que yo porque todavía está cubriéndose la nariz con un pañuelo.
La noche ha caído, y escasas farolas iluminan débilmente la última escena del encuentro. Oímos el característico silbido llamando a retirada del padre de Juani y Joaqui desde la esquina de la calle con Santuario de las Cabezas. Mi madre se asoma a la puerta de casa y me lanza un ultimatum para que vuelva ya, pero yo sigo apurando los minutos finales. Joaqui, sonriendo, pone el balón en el punto de penalti imaginario, a siete pasos de la portería. Lorencito se coloca en el centro del marco, da una palmada y le dice que dispare cuando quiera. Joaqui inicia la carrera y le pega con potencia un punterazo a la pelota, yendo esta rasera y esquinada en dirección clara de gol.
Todos permanecemos en silencio presenciando la jugada. Y aquí es cuando nos sorprende Lorencito, lanzándose al suelo, haciendo chirriar el metal del aparato ortopédico que acompaña a su pierna al chocar con el asfalto de la carretera, logrando despejar la pelota con su zapato especial de suela gruesa. Impresionante.
Javier ayuda a levantarse a Lorencito del suelo y todos los de mi equipo saltamos y gritamos de alegría abrazando a nuestro héroe del partido, que sólo sabe reír nerviosamente mirándonos a todos con su rostro pleno de emoción.
Gran partidito.
La mayoría nos vamos retirando al tiempo que comentamos algunas jugadas ocurridas, sobre todo la última gran intervención de nuestro portero.

Mañana esperamos volver a jugar de nuevo; cualquiera puede ganar o perder, e incluso empatar, pero siempre jugamos todos. Y lo hacemos con el entusiasmo y la alegría que siempre nos da jugar un partidito de fútbol en nuestra calle.
Que nunca se acabe esta dicha.



* Masmoc Utopía

domingo, 3 de octubre de 2010

Caballitos de cañas

La niñez, mi niñez, perversos recuerdos inundan una mente que aún joven, se siente envejecer por la lejanía en el tiempo de las historias vividas.
Todos los detalles de momentos e incluso las historias completas que recuerdo de mi pasado, a veces me parecen ser imaginarias. Inventadas al amparo de un tiempo ya transcurrido, pero son mi pasado.
Toda una vida guiada por un hipotético destino que nos maneja a su antojo, al menos en eso nos basamos para justificar lo inapropiado de nuestra conducta en determinadas ocasiones.
Recuerdo un patio de vecinos, donde lo único en común que teníamos las familias que lo habitábamos era el servicio para hacer nuestras necesidades; yo privilegiado de mi tenía un trono blanco sobre el que depositaba mis sobras mientras toda una reina se encargaba de deshacerse de ellas.
Era un príncipe con dedicación absoluta a mi trabajo; este consistía en disfrutar de mi familia y de mis amigos, sobre todo pasando por la ineludible ocupación del juego continuo. Juego a cualquier cosa, a nada me negaba: piola, el coger, el esconder, palma arriba palma abajo…, y nuestro pasatiempo favorito, que consistía en saltar por bloques de mármol que junto a nuestra barriada, ya antigua para aquel tiempo, lindaba nuestro territorio.
¡Aprieta la caló! Niña tapona el desagüe que vamos a preparar una piscina para los crios. Y con un pequeño charco que se formaba en el patio disfrutábamos de una piscina imaginaria que desbordaba nuestra alegría.
Dicen que eran tiempos difíciles, que no poseíamos nada, que todas nuestras libertades estaban cercenadas; pero yo de eso no recuerdo nada, mis primeros años fueron tan felices que volvería a repetirlos sin saltarme ni siquiera el momento en el que mi madre, con alpargata en mano, me traía riñéndome desde la fábrica de mármoles.
Gracias doy una y mil veces a unos padres que me supieron dar lo único que de verdad necesita un niño, amor y un espejo digno en quien fijarse.

Tartessus Baobab