viernes, 28 de julio de 2017

CARRETERA INFINITA I


Unas dunas de arenas grisáceas observan el vaivén de álamos y abetos cómo se mecen por una tempestad ronca y oscura. El ambiente acalorado y sofocante enturbia mis sentidos y congela mis pensamientos, ralentiza mis torpes movimientos sobre el firme solitario, por donde intento avanzar andando. Una racha de viento arenisco golpea mi rostro haciéndome caer de rodillas al suelo, cubro mis ojos con ambas manos y agacho mi cabeza hasta mis muslos, intentando ocultar mi rostro. Un sol anubarrado y plomizo desfleca sus lánguidos rayos sobre un asfalto infinito, donde me encuentro arrodillado, centrado por unas rayas discontinuas, dándole un pigmento lumínico sobre un oscuro alquitrán que me parece recién echado, salpicado por las monocordes líneas perfectamente separadas, que logré ver al cabo de un rato cuando la fuerza del viento permitió que entreabriera algo los ojos.

La carretera. La carretera parece que me observa, que saborea mi inmovilidad, que me reta a intentar avanzar. Es como un animal en celo que desea rozarse conmigo, una fiera de los sentidos que me huele y me espera, ansiosa para estrecharme en un abrazo infinito. La carretera, cubierta por una aureola de luminosa oscuridad, con sus olas de arena que van y vienen a un lado y otro del arcén, me desafía a seguir.

Me pongo en pie con decisión, observo a mi derecha una elevación del terreno coronada por arbustos de un color extrañamente azulado y caoba. A mi izquierda veo un desierto interminable que roza con el horizonte, uniéndose con el decrepito cielo en una fusión grisácea como si se los tragara a los dos. El viento sigue jugando conmigo, haciéndome balancear hacia atrás al iniciar el primer paso después de haberme incorporado, lo que me provoca una leve sonrisa al recordar el ímpetu con que me alcé del suelo. Somos frágiles y estamos expuestos a los avatares externos, que no se me olvide, pienso mientras consigo enlazar el segundo y tercer paso sobre el asfalto.

Sobre la zona elevada de mi derecha, en mi fatigoso caminar, observo a un ser con aspecto humano, medio oculto tras un derruido árbol sacado de una película antigua del Oeste donde vayan a colgar a algún forajido. Agazapado a la sombra del tronco se guarece del sol. En mi lento caminar sigo observando intrigado la visión del sujeto, cubierto con harapos mugrientos y un sombrero de ala ancha indefinido en su color, lleva guantes de cuero en sus manos, a pesar del calor, y comienza a andar lentamente, encorvado, casi agachado en sus andares quejumbrosos. Balancea sus manos estirando y encogiendo sus brazos, como si estuviera atrapando mariposas, y llevando sus manos enguantadas hasta tapar sus orejas durante unos tres segundos. Sus movimientos, sincopados y enérgicos, contrastan con su aspecto frágil y lastrado. Vamos andando prácticamente en paralelo, yo por el centro de la carretera y el individuo siniestro sobre el montículo junto a la calzada, muy lentamente. Los granos de arena siguen horadando con fuerte violencia nuestro avance.

De repente detiene su paso tétrico, se gira y me mira de frente. Su intensa mirada de fiera herida de muerte se clava en mis ojos, doloridos por la ventisca, y observo su rostro surcado por la ira. Detiene su caminar y cruza los brazos sobre su pecho, sin dejar de mirarme intensamente, como si me reconociera, como si esperara alguna reacción de mí. Sus pupilas dilatadas se clavan en las mías mientras sigo caminando, girando mi cabeza manteniendo nuestras miradas en una cuerda imaginaria de funambulista donde siento la fragilidad de mi apego hacia él, hacia su odio latente, hacia su olor lleno de hastío. Retengo su mirada agarrado a una pértiga vital que me impulsa a seguir caminando lentamente, azotado por el viento arenisco que araña mis mejillas, alejándome del ser que emana secas y agrias oleadas de rencor y abandono.

Cuando mis ojos sólo pueden contemplar la turbia imagen ondulada por el viento del ser oscuro junto al decrépito árbol del ahorcado, él baja los brazos y se lleva las manos hasta sus oídos, tapándoselos y sentándose a la sombra del ramal torcido.

Sigo mi caminar por el centro de la carretera asfaltada, con el mismo ritmo, entrelazado con el viento, la arena y el calor sofocante. Levanto la vista hacia el rojizo cielo candente del atardecer y, no sé porqué, brota de mí una sonrisa que me trae el frescor de un caudaloso río a mi ser.



   *Masmoc Utopía


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