Unas dunas de arenas grisáceas observan el vaivén
de álamos y abetos cómo se mecen por una tempestad ronca y oscura. El ambiente
acalorado y sofocante enturbia mis sentidos y congela mis pensamientos,
ralentiza mis torpes movimientos sobre el firme solitario, por donde intento
avanzar andando. Una racha de viento arenisco golpea mi rostro haciéndome caer
de rodillas al suelo, cubro mis ojos con ambas manos y agacho mi cabeza hasta
mis muslos, intentando ocultar mi rostro. Un sol anubarrado y plomizo desfleca
sus lánguidos rayos sobre un asfalto infinito, donde me encuentro arrodillado, centrado
por unas rayas discontinuas, dándole un pigmento lumínico sobre un oscuro
alquitrán que me parece recién echado, salpicado por las monocordes líneas
perfectamente separadas, que logré ver al cabo de un rato cuando la fuerza del
viento permitió que entreabriera algo los ojos.
La carretera. La carretera parece que me
observa, que saborea mi inmovilidad, que me reta a intentar avanzar. Es como un
animal en celo que desea rozarse conmigo, una fiera de los sentidos que me
huele y me espera, ansiosa para estrecharme en un abrazo infinito. La
carretera, cubierta por una aureola de luminosa oscuridad, con sus olas de
arena que van y vienen a un lado y otro del arcén, me desafía a seguir.
Me pongo en pie con decisión, observo a mi
derecha una elevación del terreno coronada por arbustos de un color
extrañamente azulado y caoba. A mi izquierda veo un desierto interminable que
roza con el horizonte, uniéndose con el decrepito cielo en una fusión grisácea
como si se los tragara a los dos. El viento sigue jugando conmigo, haciéndome
balancear hacia atrás al iniciar el primer paso después de haberme incorporado,
lo que me provoca una leve sonrisa al recordar el ímpetu con que me alcé del
suelo. Somos frágiles y estamos expuestos a los avatares externos, que no se me
olvide, pienso mientras consigo enlazar el segundo y tercer paso sobre el
asfalto.
Sobre la zona elevada de mi derecha, en mi
fatigoso caminar, observo a un ser con aspecto humano, medio oculto tras un
derruido árbol sacado de una película antigua del Oeste donde vayan a colgar a algún
forajido. Agazapado a la sombra del tronco se guarece del sol. En mi lento
caminar sigo observando intrigado la visión del sujeto, cubierto con harapos
mugrientos y un sombrero de ala ancha indefinido en su color, lleva guantes de
cuero en sus manos, a pesar del calor, y comienza a andar lentamente,
encorvado, casi agachado en sus andares quejumbrosos. Balancea sus manos
estirando y encogiendo sus brazos, como si estuviera atrapando mariposas, y
llevando sus manos enguantadas hasta tapar sus orejas durante unos tres
segundos. Sus movimientos, sincopados y enérgicos, contrastan con su aspecto
frágil y lastrado. Vamos andando prácticamente en paralelo, yo por el centro de
la carretera y el individuo siniestro sobre el montículo junto a la calzada,
muy lentamente. Los granos de arena siguen horadando con fuerte violencia
nuestro avance.
De repente detiene su paso tétrico, se gira y
me mira de frente. Su intensa mirada de fiera herida de muerte se clava en mis
ojos, doloridos por la ventisca, y observo su rostro surcado por la ira.
Detiene su caminar y cruza los brazos sobre su pecho, sin dejar de mirarme
intensamente, como si me reconociera, como si esperara alguna reacción de mí. Sus
pupilas dilatadas se clavan en las mías mientras sigo caminando, girando mi
cabeza manteniendo nuestras miradas en una cuerda imaginaria de funambulista
donde siento la fragilidad de mi apego hacia él, hacia su odio latente, hacia
su olor lleno de hastío. Retengo su mirada agarrado a una pértiga vital que me
impulsa a seguir caminando lentamente, azotado por el viento arenisco que araña
mis mejillas, alejándome del ser que emana secas y agrias oleadas de rencor y
abandono.
Cuando mis ojos sólo pueden contemplar la turbia imagen ondulada por el viento del ser oscuro junto al decrépito árbol
del ahorcado, él baja los brazos y se lleva las manos hasta sus oídos,
tapándoselos y sentándose a la sombra del ramal torcido.
Sigo mi caminar por el centro de la carretera
asfaltada, con el mismo ritmo, entrelazado con el viento, la arena y el calor
sofocante. Levanto la vista hacia el rojizo cielo candente del atardecer y,
no sé porqué, brota de mí una sonrisa que me trae el frescor de un caudaloso
río a mi ser.
*Masmoc Utopía