Hoy me he sentido solo, en una ciudad tan cosmopolita como esta, rodeado de personas de diferentes edades e innumerables nacionalidades, me sentí aislado de todos mis semejantes.
Llegue a La gran ciudad con el suficiente tiempo como para preferir viajar, a mi lugar de destino, rodeado de toda una población que a aquellas horas se desplazaban a sus trabajos, recorriendo las entrañas de la ciudad. No me apetecía montarme en un taxi y escuchar durante media hora todo un monólogo sobre lo mal que va el país, al taxista de turno, mientras yo procuro recordar las calles por las que me desplazo, e intento averiguar si estoy siendo estafado u honradamente llevado a mi destino.
La única persona que me demuestra ciudadanía se encuentra junto a unas maquinas expendedoras, donde encontrar tu lugar de destino para poder sacar el billete ya merece toda una gran capacidad de deducción, y a eso contribuye esta persona, a que nadie se equivoque y saque su billete correctamente.
Tras pasar unos tornos me engulle unos pasillos llenos de carreras digna de cualquier competición, como cada recoveco me obliga a corroborar la dirección que debo tomar en carteles diseminados por todas las paredes, me aparto para no ser arrollado.
En el anden se posicionan todos salvando distancias entre unos y otros, conservando cada uno su espacio vital, y preparados para el asedio de un tren que aparece luminoso y ruidoso saliendo de una cavidad oscura y misteriosa.
Se abren las puertas y sin apenas ser desalojados los vagones, entramos todos en avalancha. Todo mi espacio vital acaba en ese momento, unas sobre otras se apiñan las personas, cada pequeño resquicio del vagón es rellenado por una masa de carne perteneciente a cualquiera de los concurrentes.
Yo, debido a mi inexperiencia en estos avatares, me dejo llevar por la marea y tan solo me preocupo por rodear mi cartera con la mano, para no ser desvalijado, ya habréis deducido que soy de natural desconfiado.
Así las paradas se eternizan y solo me quedan ojos para ver un señor que en medio de esa amalgama de articulaciones humanas que sobresalen de nuestra cabezas para agarrarse a las barras, en la mano que le queda libre porta un libro entreabierto del que parece estar leyendo. Para mi la lectura es un placer, cada vez que he visitado la orilla de un río, lo alto de una montaña, un parque o cualquier sitio que haya desprendido tranquilidad y paz de espíritu, he pensado: aquí ahora solo me falta un libro y soy el hombre mas feliz; pero ¿en medio de ese amasijo de seres?, ¿en medio de tanto vaivén?
Esto me sirvió para entretener mi mente hasta que los altavoces anunciaron mi parada.
Tras salir expulsado del tren, me dirigí hacia la salida del anden, cada vez mas integrado en corrientes de personas que se desplazaban por las cavidades subterráneas, pero con el lógico cuidado del que mide cada paso para no parecer forastero.
Al llegar al próximo anden donde tenía que coger el otro tren, todo parecía mas tranquilo, sin lugar a dudas esta línea de metro no tenía tanta concurrencia.
Igual que en el caso anterior el tren apareció de la nada mas profunda e inundo con un estruendo el anden donde nos encontrábamos.
Entré junto a varias personas, pero el vagón no se encontraba lleno, por lo que pude posicionarme para observar a todos mis compañeros de viaje.
Y fue en ese momento cuando me di cuenta; estaba solo, si solo, y no me refiero a que no conocía a nadie, eso era lógico si estaba en una ciudad como esta donde confluyen varios millones de personas, difícil sería que me encontrara a alguien conocido y mas teniendo en cuenta que yo era de fuera.
Me refiero a que nadie se interesaba lo mas mínimo por mi, ni por mi ni por cualquier otro que tuviese a su alrededor. Para ser exacto lo que hacia cada persona era eludir el más mínimo contacto, tanto verbal como visual.
A mi derecha se situaba una pareja, esas eran las únicas personas que parecían no haber sido envueltas en aquel estado de individualismo y abstracción en el que estaban todo el resto de seres de aquel vagón.
Frente a ellos, dos chicos sentados uno junto al otro cada uno con sus móviles escribiendo no se que y con unos cascos que adornaban sus orejas, abstracción absoluta de un entorno poco atrayente.
Sentada junto a mi se encontraba una señora que postraba sobre su faltriquera un libro abierto que combinaba con el constante teclear de su móvil, debido a mi cotilleo os puedo asegurar que no paso la hoja de su libro en todo el viaje.
Frente a mi un chico saco de un pequeño bolso una psp y con unos cascos que colgaban de sus orejas se internó en el mundo de los juegos.
A mi izquierda otro chico chaqueteado, tipo vendedor de centro comercial importante, leía muy ensimismado un libro "tipo tocho" como yo los llamo, que yo tan solo suelo leer sobre una mesa, ya sabéis por evitar el posible esguince de muñeca.
Pocos más eran los habitantes fugaces que portaba dicho vagón, todos eludiendo el contacto con los vecinos de viajes.
Recuerdo viajes por el campo, a tempranas horas de la mañana, paseos vespertinos de verano a la orilla de una playa ya desierta, y siempre me sentí participe del medio, en cualquier momento alguien aparecería y seguro que me hablaría, se preocuparía de recordarme que estaba allí, que yo era alguien y que ese alguien le interesaba.
En aquel vagón todos tenían indiferencia, les era indiferente relacionarse, les era indiferente el prójimo, solo les interesaba su estación de destino, nada más.
Eso me producía soledad, soledad y desesperanza, nada puede producir más dolor que la indiferencia, en una ciudad donde tantos millones de personas conviven, y en su subsuelo se cuece el mayor cardo de cultivo para acabar con los seres humanos, el aislamiento del prójimo, el hombre un animal colectivo pasa a ser en el cénit del progreso, "un indiferente".
Estación en curvas, suena una voz por los altavoces, segundos antes de que el frenazo del tren me haga volver en mi, y corro fuera del vagón hacia mi destino.
Tartessus Baobab