Aún se me eriza la piel cuando recuerdo aquel día. Pudo empezar de cualquier forma, incluso no se bien como llegamos, solo tengo imágenes desde el instante en el que abordábamos la embarcación desde un pequeño pantalán.
El patrón, mi padre, nos situó para que el viaje fuese lo mas agradable posible, y no sufriéramos ningún percance grave con el vaivén de las olas.
Luisa, mi vecina, nos acompañaba aquel día, y su retrato aún se mantiene en la retina de mis ojos, con un cabello negro y liso que mesaba una brisa marinera. Una imagen perdura en mí, inerte justo delante de nosotros se transformó en el mascarón de proa más bello que ningún navío tuvo nunca.
Unos nervios rebosantes de ilusión me hacían moverme más de lo apropiado y sufría diversos tipos de advertencia por parte de mis padres.
Recorrimos sitios fabulosos, puertos que yo imaginaba llenos de piratas, creía ver ciudades llenas de encanto y monumentos increíbles que jamás volvería a visitar, pasamos por puentes que sobre nosotros albergaban seres que parecían apuntarnos con sus armas.
Todo aquel viaje fue capitaneado por un padre que demostraba marinería en cada viraje, mientras yo desde la popa, donde me habían situado, gritaba a los cuatro vientos:
¡A estribor gira a estribor grumete que nos atacan!
Como todo momento que nos toca vivir, este también llega a su fin, y envuelto en la magia del viaje no me doy cuenta hasta que ya ha terminado.
Ya voy por el camino de tierra que linda el muelle, y un último recuerdo me quiero llevar de aquel día. Me vuelvo mientras aprieto con fuerza sobre mi pecho un sobre de papel donde todo un ejercito de soldaditos de plástico se apretujan unos contra otros, soldaditos que poco antes de mi viaje me había comprado mi padre, y veo unas barquitas que se despiden de mi junto a ese lugar tan maravilloso que Aníbal González fraguara para el disfrute de un niño como yo.
Tartessus Baobab
sábado, 23 de octubre de 2010
martes, 19 de octubre de 2010
PARTIDITO
Me tomo el pan con
mantequilla y el vaso de leche, con ganas de terminar ya la merienda. Me
separan unos minutos para salir a la calle y encontrarme con los amigos para
jugar al fútbol. Las clases de la tarde, hoy han sido especialmente pesadas en
el colegio Santas Justa y Rufina. La pelota parece mirarme desde un rincón de
la cocina, como diciéndome que ha llegado el momento de salir pitando a la
calle. Entonces, me levanto de la silla, dejo el vaso vacío en el fregadero y,
caminando hacia la sonriente pelota, le digo a mi madre que salgo fuera un rato
antes de hacer los deberes. A esta hora de la tarde incluso en la segunda
cadena de la tele emiten programas, y eso juega a mi favor, por lo que solamente
oigo el sonido del telefunken como despedida.
Mis amigos me ven
llegar con la pelota bajo el brazo y algunos saltan y corren hacia mí.
Lorencito camina detrás de ellos dando palmas y repitiendo a voz en grito
“partidito, partidito…”. Les pregunto que quién echa pie conmigo para elegir
equipos, a lo que Félix responde “pie entero, quepa o no quepa, las medias pa
las mujeres” y se sitúa frente a mí, sonriente. Comenzamos a elegir jugadores.
Mi amigo, y compañero de clase, Beja ha podido venir con su amigo Carlete. Mis
amigos de la calle no saben lo bien que retiene el balón y los malabarismos que
hace; lo elijo sin dificultad diciéndole “Beja, ya sabes, a hacer paredes igual
que en el recreo del cole”.
En la carretera hemos
colocado las dos piedras a modo de postes de portería de fútbol, midiendo antes
la distancia similar en pasos. Hoy tenemos tres coches aparcados al lado de los
adoquines, a los que también habrá que driblar, al igual que a los árboles de
las dos aceras. Seguimos la regla no escrita por las que si viene un coche o
una moto se para el juego, reanudándose cuando pase; si personas mayores entran
en nuestro terreno de juego detenemos de igual modo el partido hasta que salgan
de la zona. Comentamos que debemos tener cuidado con que la pelota no caiga en
el balcón de la casa de en frente porque no volveríamos a verla. Monti avisa
del peligro de que la pelota entre en el patio donde la Sara descansa tras las
rejas, estirada en el suelo con sus cuatro patas, su hocico negro y su pelaje
canela y azabache. Da miedo.
Comienza el partidito.
Lorencito, cuando juega, es un fijo en mi equipo para la portería. Beja y yo
hacemos varias jugadas con paredes cortas que desorientan al equipo contrario.
Nos distanciamos en el marcador, ya vamos 5 a 2 a favor. Monti es muy veloz en
carrera y aprovecha dos buenos pases para anotar dos goles más. Lo malo es que
en el último de ellos se pegó un trancazo con un árbol y, al sangrar por la
nariz, tuvo que retirarse, quedándonos con un jugador menos.
Joaqui, que es más
listo que el hambre, aprovecha la situación. Se coloca en la defensa y cada vez
que un ataque nuestro sale fuera de gol, Rogelio, el portero de su equipo, le pasa rápidamente el balón y Joaqui lanza
un puntapié a Leo, que espera pacientemente para quedarse solo ante Lorencito y
este poco puede hacer para evitar varios goles. Claro que aquí no existe la
regla del Fuera de juego.
Ahora, en mi calle, no
existe otro mundo más que la pelota, los amigos, driblar, defender, correr,
atacar y luchar por ganar el partidito. Para mí, no hay nada más allá del
sentido de equipo junto con el esfuerzo con los demás, la armonía y el
desarrollo del juego.
Tras un largo rato de
juego, la distancia del resultado se ha reducido hasta el 7 a 6 a nuestro
favor. Algunas madres ya se han asomado a la puerta para avisarnos de que ha
llegado la hora de recogerse. En ese momento Juani pega un potente chupinazo
que se colaba en nuestra portería, cuando me tiro al suelo y despejo el balón
con la mano, no sin antes patinar por el asfalto con mis rodillas. “Penalti,
Penalti,…” grita Javier, cerca de la jugada, mientras observo el color rojizo
que comienza a cubrir mis piernas. No hay duda, es penalti.
Acordamos que la
última jugada será el lanzamiento del penalti. Tendrán una posibilidad de
empatar o ganaremos nosotros el partidito. Algunos de mi equipo comentan que
debería ponerse otro portero más fiable para la jugada decisiva pero la mayoría
no aceptamos eso. Beja me pregunta cómo estoy después de ver que la sangre
llega ya a mis zapatos gorila. Le digo que estoy bien, que Monti está más
chungo que yo porque todavía está cubriéndose la nariz con un pañuelo.
La noche ha caído, y
escasas farolas iluminan débilmente la última escena del encuentro. Oímos el
característico silbido llamando a retirada del padre de Juani y Joaqui desde la
esquina de la calle con Santuario de las Cabezas. Mi madre se asoma a la puerta
de casa y me lanza un ultimatum para que vuelva ya, pero yo sigo apurando los
minutos finales. Joaqui, sonriendo, pone el balón en el punto de penalti
imaginario, a siete pasos de la portería. Lorencito se coloca en el centro del
marco, da una palmada y le dice que dispare cuando quiera. Joaqui inicia la
carrera y le pega con potencia un punterazo a la pelota, yendo esta rasera y
esquinada en dirección clara de gol.
Todos permanecemos en
silencio presenciando la jugada. Y aquí es cuando nos sorprende Lorencito,
lanzándose al suelo, haciendo chirriar el metal del aparato ortopédico que
acompaña a su pierna al chocar con el asfalto de la carretera, logrando
despejar la pelota con su zapato especial de suela gruesa. Impresionante.
Javier ayuda a
levantarse a Lorencito del suelo y todos los de mi equipo saltamos y gritamos
de alegría abrazando a nuestro héroe del partido, que sólo sabe reír
nerviosamente mirándonos a todos con su rostro pleno de emoción.
Gran partidito.
La mayoría nos vamos
retirando al tiempo que comentamos algunas jugadas ocurridas, sobre todo la
última gran intervención de nuestro portero.
Mañana esperamos
volver a jugar de nuevo; cualquiera puede ganar o perder, e incluso empatar,
pero siempre jugamos todos. Y lo hacemos con el entusiasmo y la alegría que
siempre nos da jugar un partidito de fútbol en nuestra calle.
Que nunca se acabe
esta dicha.
domingo, 3 de octubre de 2010
Caballitos de cañas
La niñez, mi niñez, perversos recuerdos inundan una mente que aún joven, se siente envejecer por la lejanía en el tiempo de las historias vividas.
Todos los detalles de momentos e incluso las historias completas que recuerdo de mi pasado, a veces me parecen ser imaginarias. Inventadas al amparo de un tiempo ya transcurrido, pero son mi pasado.
Toda una vida guiada por un hipotético destino que nos maneja a su antojo, al menos en eso nos basamos para justificar lo inapropiado de nuestra conducta en determinadas ocasiones.
Recuerdo un patio de vecinos, donde lo único en común que teníamos las familias que lo habitábamos era el servicio para hacer nuestras necesidades; yo privilegiado de mi tenía un trono blanco sobre el que depositaba mis sobras mientras toda una reina se encargaba de deshacerse de ellas.
Era un príncipe con dedicación absoluta a mi trabajo; este consistía en disfrutar de mi familia y de mis amigos, sobre todo pasando por la ineludible ocupación del juego continuo. Juego a cualquier cosa, a nada me negaba: piola, el coger, el esconder, palma arriba palma abajo…, y nuestro pasatiempo favorito, que consistía en saltar por bloques de mármol que junto a nuestra barriada, ya antigua para aquel tiempo, lindaba nuestro territorio.
¡Aprieta la caló! Niña tapona el desagüe que vamos a preparar una piscina para los crios. Y con un pequeño charco que se formaba en el patio disfrutábamos de una piscina imaginaria que desbordaba nuestra alegría.
Dicen que eran tiempos difíciles, que no poseíamos nada, que todas nuestras libertades estaban cercenadas; pero yo de eso no recuerdo nada, mis primeros años fueron tan felices que volvería a repetirlos sin saltarme ni siquiera el momento en el que mi madre, con alpargata en mano, me traía riñéndome desde la fábrica de mármoles.
Gracias doy una y mil veces a unos padres que me supieron dar lo único que de verdad necesita un niño, amor y un espejo digno en quien fijarse.
Tartessus Baobab
Todos los detalles de momentos e incluso las historias completas que recuerdo de mi pasado, a veces me parecen ser imaginarias. Inventadas al amparo de un tiempo ya transcurrido, pero son mi pasado.
Toda una vida guiada por un hipotético destino que nos maneja a su antojo, al menos en eso nos basamos para justificar lo inapropiado de nuestra conducta en determinadas ocasiones.
Recuerdo un patio de vecinos, donde lo único en común que teníamos las familias que lo habitábamos era el servicio para hacer nuestras necesidades; yo privilegiado de mi tenía un trono blanco sobre el que depositaba mis sobras mientras toda una reina se encargaba de deshacerse de ellas.
Era un príncipe con dedicación absoluta a mi trabajo; este consistía en disfrutar de mi familia y de mis amigos, sobre todo pasando por la ineludible ocupación del juego continuo. Juego a cualquier cosa, a nada me negaba: piola, el coger, el esconder, palma arriba palma abajo…, y nuestro pasatiempo favorito, que consistía en saltar por bloques de mármol que junto a nuestra barriada, ya antigua para aquel tiempo, lindaba nuestro territorio.
¡Aprieta la caló! Niña tapona el desagüe que vamos a preparar una piscina para los crios. Y con un pequeño charco que se formaba en el patio disfrutábamos de una piscina imaginaria que desbordaba nuestra alegría.
Dicen que eran tiempos difíciles, que no poseíamos nada, que todas nuestras libertades estaban cercenadas; pero yo de eso no recuerdo nada, mis primeros años fueron tan felices que volvería a repetirlos sin saltarme ni siquiera el momento en el que mi madre, con alpargata en mano, me traía riñéndome desde la fábrica de mármoles.
Gracias doy una y mil veces a unos padres que me supieron dar lo único que de verdad necesita un niño, amor y un espejo digno en quien fijarse.
Tartessus Baobab
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