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PARTIDITO
Mi calle, o mejor dicho "la calle", de esas que sólo puedes tener una idea escuchando un nostálgico tango argentino, era todo un concentrado de humanidad, de vivencias, de historias de amores prohibidos, de relatos clandestinos, de idas y retornos, de posguerra, de tragedias y alegrías, de miseria y riquezas. De hombres trabajadores y de hombres iluminados. De mujeres que nunca se dieron por vencidas. Todo ello contenido en el aparente y dignificado silencio. Esas calles ya no existen porque ahora carecen de identidad y por lo tanto no pueden ser objeto de historias.
Era fundamentalmente masculina, si le tuviera que dar un género. Los niños, los barones, eran su gran mayoría y los juegos dominantes eran el fútbol, peniques, trompos, retos peligrosos e intercambios de estampillas.
Siendo del otro género, la cosa a veces me disturbaba aunque los niños te podían enseñar en pocos minutos lo que las niñas guardaban en callado silencio para la eternidad. Compañerismo, juego de equipos, solidaridad, fidelidad, e incluso pequeñas lecciones de vida venían impartidas por los niños. Eran los últimos niños, una raza en extinción como las calles mismas.
Sí, de esos que jugaban por el barrio hasta el atardecer, de esos que iban buscando aventuras y misterios que en sus casas o dentro de las aulas de un colegio no podrían haber nunca descubierto. De esos que al doblar la esquina se pavoneaban pensando ya de ser adultos.
Como en cada calle que se respete no podían faltar sus personajes. Uno de ellos era Alberto,
Nadie sabe de dónde, cuándo y cómo llegó Alberto y abrió su famosa taberna denominada por los últimos niños “El punto”
A veces, lo veías caminado por la acera con su paso lento y cadencioso como aquel, sin ninguna arrogancia, al que la vida le hubiese enseñado ya todo lo que tenía que saber. Otras veces podías encontrarlo sentado en la puerta de su taberna como en el trono de un dios del Olimpo. Silencioso como competen a las paternidades divinas que sólo observan compresivos y vehementes desde el alto de sus altares.
Su expresión no tenía ni edad ni tiempo y ninguna señal de derrota o acritud contra el mundo transpiraba en su rostro. Al contrario, su eterna sonrisa reflejaba todas las sonrisas de los últimos niños en un concentrado de bondad y casi de inocencia....
** Indaco.
Precioso y sensible relato.
ResponderEliminarLas sonrisas de los últimos niños se renuevan a través del tiempo, del espacio y se reflejan en el corazón de los Baobalianos.
Bienvenido Baobalianos Indaco, siempre es un placer recibir a nuevos adeptos al manantial de palabras que procuramos crear para enriquecer nuestro momentos vividos.
ResponderEliminarMe uno a ti en tu rememoración de ese astillero que eran las calles de antaño, donde se forjaban veleros dispuestos a recibir los vaivenes de un océano repletos de tempestades y calmas.
Esos últimos niños aun existen, que no se pierdan en los
remotos confines de nuestra nostalgia.
Indaco estoy contigo, nuestras calles eran de verdad.
Estoy de acuerdo con Indaco en que fuimos de los últimos niños que vivirían en esas calles con una filosofía y una manera de ser en extinción Niños que jugábamos en la calle hasta la extenuación, explorando sensaciones, investigando percepciones y ávidos de nuevas experiencias. Calles en las que nos sentábamos en las noches de verano a combatir el calor charlando con tranquilidad.
ResponderEliminarQue gran personaje era Alberto... y que misterio el de sus pájaros "amaestrados". Y esas manos grandes como palas de excavadora... recuerdo cuando le ponía la mano en la cabeza a Félix, le apretaba friccionando de arriba abajo y le decía "Felisin mordile, mordile..."
Lo peor que tenía la calle era que había muy pocas niñas, como dice Indaco eran minoría desgraciadamente, aunque eran maravillosas. Te envío un beso si eres una de ellas.
S.C.
Gracias por vuestros comentarios y por añadir otros maravillosos recuerdos y particulares perdidos en el tiempo pero no en nuestra memoria.
EliminarRecojo el beso de Sócrates Cerreño y se lo devuelvo en el espacio cybernético para que soplen los ricos veleros de Tratessus y llegue al corazón de Masmoc.
Indaco Baobab